miércoles, 21 de septiembre de 2011

La Filosofía de la Educación de Dewey: ¿Una Utopía?

Universidad Central de Venezuela. Instituto de Filosofía. Caracas


No existe crisis de la relación educativa que no pueda ser atribuida a
un cierto modo de entender y hacer filosofía.
 A. Broccoli

Resumen:

En este trabajo nos proponemos  analizar  la actualidad y  la
viabilidad de  la propuesta de Dewey acerca de cómo debemos entender
la filosofía de la educación, o si por el contrario, debemos
considerarla meramente  como una utopía, puesto que hoy, casi un siglo
después, seguimos adoleciendo de los mismos males que él señaló. Las
premisas iniciales de esta investigación descansan sobre algunas
reflexiones de la autora acerca de las preguntas que surgen cuando se
intenta imponer una  filosofía educativa, una ley de educación, un
proyecto de educación, o cualquier otro nombre que pudiera dársele;
interrogantes tales como ¿puede estar sujeta la educación a decretos
que la vulneren o que la conviertan en instrumento de los poderes del
estado o del gobierno en turno?;  ¿no debe acaso, más bien,
responder a las necesidades del colectivo?;  ¿no debería  ser  la
resultante  del consenso entre todos los miembros de una comunidad
lingüística? A fin de intentar responder a estas preguntas y  buscando
fundamentar los lineamientos que se persiguen, se recurre a la obra de
Dewey,  quien en 1915 hace una propuesta de una filosofía de la
educación basada en la experiencia, donde «la unidad fundamental de la
nueva pedagogía se encuentra en la idea de que existe una íntima y
necesaria relación entre los procesos de la experiencia real y la
educación». Así, Dewey descarta la concepción de la educación  como
una forma de transmisión de conocimientos, a fin de impedir que el
alumno pueda verse solamente como un sujeto receptor de «verdades» o
«conocimientos».


Podríamos decir –sin temor a equivocarnos- que una gran mayoría de
nosotros estaría de acuerdo en que al evaluar las necesidades de los
demás,  interesarse por ellas e intentar darles respuesta –como le oí
decir a Tony Blair recientemente: «los problemas de mis vecinos son
mis problemas»–  son actitudes que ponen de manifiesto las más altas
motivaciones humanas. Y, que al hacer algo por los demás, también
ponemos en  acción nuestros propios valores -respeto a la dignidad
humana, solidaridad, justicia, equidad, responsabilidad, compromiso y
participación- y nuestra calidad como seres humanos, lo que podría
redundar en un beneficio al individuo y por consiguiente, a la
sociedad.

La cuestión estaría –y aquí  creo que es  dónde deberían unirse
esfuerzos–  en definir los lineamientos que deben seguirse para que lo
dicho  anteriormente  fluya naturalmente  –no como algo impuesto– , ya
que la solidaridad, el respeto por los demás, la responsabilidad, el
compromiso, la participación, y otros,  no son  valores que puedan
decretarse, sino que  se adquieren a través de la educación del
individuo. La pregunta ahora sería: ¿Pero cómo debería ser esta
educación?

Tal como dice Hanna Arendt, cada nueva generación debería poder
plantearse la necesidad imperiosa de definir nuevamente la naturaleza,
la dirección hacia la que se debe enfocar y cuáles son los fines o
propósitos de la educación, lo que permitiría que se mantenga
asegurada la libertad y la racionalidad para las futuras generaciones.
Asimismo, haría que la educación pudiera considerarse como un proceso
que está en una revisión continua, como un proceso constante de
invención, donde no deberían existir estructuras rígidas, puesto  que
ello no permitiría que se dieran estos procesos continuos de
transformación, los cuales deberían serle inmanentes. «Nuestra
esperanza siempre está en lo nuevo que trae cada generación; pero
precisamente porque podemos basar nuestra esperanza tan sólo en esto,
lo destruiríamos todo si tratáramos de controlar de ese modo a las
nuevas generaciones, a quienes nosotros, los viejos, les hemos dicho
cómo deben ser» (Arendt, 1996: 204). Y es justamente por lo bueno que
podría traer lo novedoso, auténtico y revolucionario en la naturaleza
de cada uno de los niños, que Arendt considera que la educación ha de
ser conservadora; no conservadora en el sentido de conservar viejos
dogmas, sino en el de conservar o preservar esos elementos nuevos que
podríamos encontrar en nuestras nuevas generaciones: «Precisamente por
el bien de lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la
educación ha de ser conservadora; tiene que preservar ese elemento
nuevo e introducirlo como novedad en un mundo viejo que, por muy
revolucionarias que sean sus acciones, siempre es anticuado y está
cerca de la ruina desde el punto de vista de la última
generación» (Arendt, 1996: 204).

Ahora, ¿cómo podríamos garantizar que nuestros procesos educativos se
consoliden y realmente sean un reflejo de las necesidades de cada
sociedad?  Indiscutiblemente que una política educativa, ya sea un
proyecto de educación, una  ley de educación, o cualquier otro nombre
que se le diera,  no puede dejarse solamente en las manos de técnicos
y científicos sociales, ya que éstos, frecuentemente, carecen de esa
clase de dedicación continua que es requisito imprescindible de una
acertada política social.  El proceso político y las decisiones sobre
los objetivos de la educación han de abrirse paso a través de ese
proceso, lo cual podría ser una tarea muy lenta, pero se tendría la
certeza de que se está dedicado a la paciente consecución de lo
posible.

Una política educativa no puede estar sujeta a decretos que la
vulnerabilicen o que la conviertan en instrumentos de los poderes de
gobierno de un momento determinado;  no puede responder a los
caprichos del gobernante de turno, pues éste  podría intentar imponer
ideologías foráneas (hayan sido  exitosas o no);  ella debe responder
a las necesidades del colectivo, debe ser la respuesta de  un consenso
entre todos los miembros de una comunidad social, la cual debe ser la
responsable de definir una gran parte de sus contenidos y objetivos,
porque  es en la interacción humana en donde se jerarquizan las
condiciones de sentido y validez de los enunciados  y las reglas que
lo normatizan, o sea, sus condiciones de racionalidad.  En la medida
en que las leyes son sometidas al diálogo con los miembros de la
comunidad se convierten en leyes consensuales, puesto que han sido
concebidas dentro de  una teoría consensual, donde un individuo que
argumenta seriamente sobre un enunciado también en cierta forma está
reconociendo contrafácticamente a una comunidad ideal de sujetos
argumentantes, frente a los cuales él debe avalar las razones que
sustentan su enunciado  y también debe estar dispuesto a la discusión,
puesto que todos los individuos que están dotados de competencia
comunicativa son interlocutores. De allí entonces, que todos ellos son
sujetos potenciales para llegar a un entendimiento y éste debería ser,
tal como lo propone Habermas en su teoría de la acción comunicativa,
el telos de la comunicación, lo que permitiría que sus resultados
puedan ser considerados como propuestas realmente participativas
(Habermas, 1999:110).

Ahora, ¿hacia qué principios debería estar enfocada la educación?.
¿Cuál es su filosofía? No han sido pocos los que han intentando dar
una propuesta de lo que pudiera considerarse como una filosofía de la
educación. Uno de los pensadores que ha logrado este cometido es sin
duda John Dewey, aun cuando después de casi un siglo, y a pesar  de
que sus teorías siguen estando más vigentes que nunca, no podemos
decir que las mismas hayan sido aplicadas, ni siquiera en su país de
origen, los Estados Unidos.  La propuesta de Dewey  está centrada en
la necesidad de un proceso de enseñanza basado en la presuposición de
la experiencia. Así, si hemos de educar para enseñar como capacitar
para la investigación así como capacitar para la prueba, los hechos,
los valores y  las teorías que sostiene el maestro en sus enseñanzas,
deberían adecuarse a las vivencias o experiencias del niño.

Dewey es uno de los pioneros en el intento de  desarrollar los
fundamentos de una pedagogía democrática basada en la creación de un
espacio público humanizador y participativo, en el que lo primordial
descansa en una preocupación por los problemas de los alumnos y no en
las necesidades tradicionales de la materia (Dewey, 1954: 16).  La
idea central de Dewey era patentizar la importancia de la unión que
debía darse entre el aprendizaje que se impartía en la escuela con el
aprendizaje que se adquiría fuera de ella, así como también
consideraba necesario desechar la idea de que la educación deba verse
como un acto de  transmisión de conocimientos, ya que en esta
concepción, el alumno se convierte simplemente en un receptor de
«verdades».  Si lográramos llevar con éxito la misión anterior,
entonces caeríamos en cuenta de que el núcleo central de la nueva
pedagogía  «se encuentra en la idea de que existe una íntima y
necesaria relación entre los procesos de la experiencia real y la
educación» (Dewey, 1954: 16).

Así, en Experiencia y Educación (Dewey, 1954), sostiene que la teoría
educativa había estado siempre sometida a la mentalidad de una cosa o
la otra, y que a su vez las alternativas que habían sido consideradas
en esta moda de «o una cosa o la otra» eran la educación tardía y la
educación progresista1. Más aún, señaló que en un período de
inseguridad intelectual, emocional y económica, la gente tiende a
volver a los métodos tradicionales. Rechaza tanto la perspectiva del
«o una cosa o la otra» como la posibilidad de un regreso con éxito a
los métodos tradicionales, pareciéndole que esto último estaba
completamente fuera de lugar en las condiciones de la vida moderna. Se
identificaba más bien con una propuesta intermedia entre las dos
aunque más bien considerada que podría identificarse con cualquier
cosa, con tal que  fuera merecedora de alguna manera de llevar el
nombre de educación.

De esta manera, buscaba proponer una filosofía de la educación que
trascendiera la dicotomía tradicional/progresista,1 a la vez que
siguiera manteniéndose como  una educación para una sociedad futura
más democrática, donde el estudiante no se considerara un simple
receptor de ‘verdades’ sino  involucrarlo  en un mundo que está en
una  constante transformación, de aprender a través de la experiencia,
y de pensar desde ella;  es por esto, que no se pueden apartar las
experiencias y expectativas que pudieran sustentar los estudiantes, ni
los de la comunidad. De esta manera, considera que la filosofía podría
definirse como la teoría general de la educación, puesto que la
educación debería considerarse como un proceso en  la búsqueda de
lograr unas disposiciones fundamentales, intelectuales y emocionales.
De ahí entonces, que una teoría que no involucre formas diferentes o
diferencias en los esfuerzos educativos no debería ser considerada
como una teoría auténtica, sería una teoría  artificial (Dewey, 1938:
58).

Esta identificación que hace Dewey de la teoría de la educación con la
filosofía pareciera derivarse de su propia postura. Aunque no se
pudiera reconocerle como un determinista económico, ni de ningún tipo,
tal como lo señalan los Putnam  (Putnam, H. y Putnam, R., 1997),  sí
podría decirse que Dewey estaba ganado a  la idea de que las ideas
filosóficas y sus conflictos eran producto de los conflictos y
dificultades de la vida social;  no consideraba  posible que los
gobernantes y los gobernados pudieran tener una misma visión de las
cosas, puesto que mientras uno pertenece a una clase social
privilegiada, lo que le permite el acceso a todas las comodidades y
placeres, el otro,  muchas  veces, tiene que luchar hasta por su
simple existencia. Asimismo, no consideraba  posible que una sociedad
moderna pudiera ver las cosas como las pudiera haber visto una
sociedad feudal, así como no es posible que una sociedad
frecuentemente sacudida por movimientos y conflictos sociales pueda
ver las cosas de la misma manera que pudiera hacerlo una sociedad que
ha permanecido estable durante un largo tiempo; igualmente, una
sociedad democrática no tendría la misma visión que una sociedad con
un régimen autoritario o autocrático.  Es especialmente determinante
la observación que hace Dewey –y que recoge Putnam– de que la
existencia de dualismos dentro de la epistemología o teoría del
conocimiento –tales como la separación mente-cuerpo, razón-emoción,
interno-externo– responde a las diferencias que separan los grupos
sociales y las clases dentro de una sociedad.  Por ejemplo, los pobres
de los ricos, los hombres y las mujeres, los gobernantes y los
gobernados, etc. El argumento de Dewey consiste en que tales barreras
significan la ausencia de un trato libre y fluido, y que esta ausencia
de un trato libre y fluido da lugar a una clase de separación de los
diferentes tipos de experiencias vitales entre sí, «cada una de ellas
con contenidos, objetivos y estándares de valores sociales. Toda
condición social como tal debe ser formulada en una filosofía
dualista, si la filosofía ha de ser un informe sincero de la
experiencia» (Putnam, 1997: 260). Como una evidencia de que estos
dualismos no se desvanecerán mientras las divisiones sociales que los
generen estén aún con nosotros, Dewey señala que el viejo dualismo
alma-cuerpo o mente sobrevive todavía en una era científica en la
forma de un dualismo entre el «cerebro y el resto del cuerpo».2
Cualquiera que esté familiarizado con la filosofía inspirada en la
actual «ciencia cognitiva» apreciará la justicia de este comentario,
tal como lo señala  Putnam (ibid).

Para Dewey, la educación es el método por el cual la sociedad civil se
reproduce y se renueva a sí misma.  Su objetivo debe ser el capacitar
a los individuos para continuar con su educación. Este principio es
sólo aplicable en una sociedad democrática. La idea es que el
estudiante necesita aprender cómo utilizar su propia experiencia
pasada y la de la humanidad, cómo formular hipótesis y cómo probarlas,
de ahí que uno de los logros de la educación debiera ser mejorar la
sociedad futura haciendo que los futuros adultos sean mejores.  Como
una forma de darle cierto soporte a su propuesta, Dewey intenta
basarlo en rasgos positivos de la vida social, tales como el interés
común. «En cualquier grupo social, incluso en una banda de ladrones,
encontramos un interés mantenido en común, y encontramos cierta suma
de interacciones e intercambios cooperativos con otros grupos» (Dewey,
1938: 83).  Así,  mientras más intereses se compartan y más libre sea
la interacción con otros grupos, mejor será la sociedad. Una sociedad
mejor no es solamente una sociedad plural, en el sentido en que puedan
encontrarse en ella diversos grupos raciales, étnicos y religiosos, ni
una sociedad donde esos grupos disfruten de los mismos derechos
civiles y políticos, sino que una sociedad plural es una sociedad en
la cual los miembros de cada grupo respeten las culturas y los valores
de los otros grupos, puesto que el respeto no es solamente tolerar las
diferencias que pudiéramos tener con otros individuos de nuestra
comunidad sino que el respetar involucra el que podamos tener un
relativo conocimiento de la otra cultura en cuestión; es necesario
conocer a la otra cultura para poder respetarla, porque no es posible
respetar lo que no conocemos, es decir, que «el respeto, a diferencia
de la simple tolerancia, requiere cierto conocimiento de la otra
cultura, no se puede respetar lo que no se conoce en
absoluto» (Putnam, 1993: 277).  La finalidad es  conseguir un
consenso, el cual se lograría en la medida en que los integrantes de
una comunidad logren comunicarse entre sí a través de un diálogo, lo
que permitiría el logro de  objetivos comunes, los cuales estarían
relacionados a unos determinados valores que orientan la vida de
ellos.  Ahora, para lograr este consenso entre los miembros de una
sociedad o comunidad no es suficiente el que se hable el mismo
lenguaje. Es necesario tener la voluntad o la disposición para
averiguar «de donde viene» la otra persona. «Al igual que no puedo
entender tu alegría cuando llueve hasta que no averiguo que procedes
de una parte del país que sufre graves sequías, tampoco puedo entender
por qué reaccionas con indignación a alguna expresión que utilizo
hasta que no me doy cuenta de que ha sido usada históricamente para
denigrar a gente como tú» (Putnam, 1993: 278). De allí que, sólo
cuando intentamos entender de dónde viene cada uno de nosotros, qué
bagaje de sufrimientos y preconcepciones llevan con ellos, cuáles son
sus posiciones frente a determinados hechos, podemos esperar conseguir
un consenso parcialmente coincidente, puesto que esto nos permite
tener un conocimiento de  los valores y creencias del otro, con el fin
de intentar entenderlos y, aunque  no  los compartamos,  podamos tener
una opinión al respecto, pues yo podría tener una creencia distinta,
pero también puedo aceptar que pueden haber opiniones diferentes a las
mías. Como vemos, el interés de Dewey está –en una abierta
coincidencia con Wittgenstein, aunque la propuesta de éste sea hecha
cincuenta años más tarde– en que son más importantes las diferencias
que las semejanzas, puesto que sólo en la medida en que aceptamos que
el otro es diferente a nosotros, y respetamos esas diferencias,
podemos sentir respeto por esos individuos.  Wittgenstein estaba más
interesado en  destacar las diferencias que en acentuar las
semejanzas, puesto que consideraba más importante subrayar las
diferencias, los matices, las distinciones, de manera tal que se
evidenciara el valor del caso particular frente al general, aunque
esto quiere decir que desconociera la necesidad que tienen los
científicos de las generalizaciones, cuando están haciendo
sistematizaciones científicas de la multiplicidad de fenómenos.
Podríamos decir que el objetivo que perseguía Wittgenstein era el de
lograr que las personas fuéramos más tolerantes con las creencias o
suposiciones del otro; es decir, más tolerantes con los juegos de
lenguaje que pudiera jugar el otro (Wittgenstein, 1988: 131).

Dewey enfatiza el probar  tanto hechos como valores, ya que  considera
que los juicios de valor pueden ser probados «experimentalmente» tanto
como los hechos y que esta tarea debe ser  algo que todo ciudadano
debe aprender a hacer, ya que no se trata de que la misma sea sólo
hecha por una elite, puesto que cuando las relaciones sociales se dan
de una manera jerárquica, los intereses o objetivos de algunos, para
otros podrían ser sólo medios para lograr otros objetivos (Putnam,
1993: 261). Ahora, no se trata de que Dewey diga que las escuelas sólo
deberían «enseñar hechos y habilidades» y deberían considerar los
«juicios de valor» como, por así, decirlo, idiosincrasias personales.
Tampoco es de la opinión de que las escuelas deberían «enseñar
valores» en el sentido de «enseñar un esquema de virtudes
independientes», sino que lo que las escuelas deben enseñar es «la
experiencia de aplicar la inteligencia a cuestiones de valor» (Dewey,
1938: 84). Así, una educación que tenga como finalidad acabar con los
dualismos, con las diferencias o barreras sociales, así como con las
maneras de posesión y privación, las cuales son las responsables de
esos dualismos, tiene que aceptar al hombre como un ser social, capaz
de poder crear intereses, así como también de usar su inteligencia
como una actividad que le permite reordenar a la experiencia  por
medio de la acción. Desde una perspectiva moral, esto se refiere, tal
como lo señala Putnam,  a que no hay que ver a la gente  «como
pequeñas criaturas originariamente centradas en sí mismas que han de
ser sobornadas y amenazadas en beneficio del interés social, sino como
seres comunitarios que aprenderán a pensar en términos sociales si se
les permite participar en la práctica de formar y probar fines y
medios colectivos» (Putnam, 1997: 265). De esta manera, toda educación
que pueda  desarrollar el poder que nos permita participar eficazmente
en la vida social puede considerarse como una educación moral, ya que
la escuela misma se convierte en una forma de vida social, una
comunidad en miniatura, en la cual se interrelacionan otras formas de
experiencia que trascienden los límites o las paredes de la escuela.

Así tenemos que una filosofía de la educación debe presuponer una
filosofía de la experiencia.  Si se ha de educar para el aprendizaje
de la capacitación  para la investigación, así como para la
capacitación para la prueba, entonces los hechos, los valores y las
teorías que pudiera proporcionar el maestro deberían adquirir sentido
en la medida en que pudieran conectarse con las propias vivencias o
experiencias del niño, aunque Dewey está consciente de que no todas
las experiencias son educativas, puesto que una gran parte de las
experiencias que pudieran adquirirse en la escuela  no son, en ningún
modo, experiencias que pudieran servir como una preparación del
estudiante para experiencias que le depararía el futuro;  es más,
algunas veces estas experiencias podrían favorecer y hacer menos
flexible la manera de enfrentar experiencias que no están enmarcadas
dentro de las expectativas que se le han enseñado al estudiante.

La base de la propuesta de Dewey que estamos señalando está en  la
continua naturaleza interactiva de la experiencia. Qué experiencias se
tengan ahora dependerá de las experiencias que se hayan tenido en el
pasado, no sólo porque la situación actual de uno sea el resultado de
las experiencias pasadas sino porque, incluso a muy corto plazo, a lo
que se presta atención depende de lo que se acaba de experimentar  y
de lo que se acaba de hacer. Y la experiencia que se tiene ahora
conformará, por las mismas razones, las futuras experiencias de uno.
La idea no es moldear a los individuos para que encajen en papeles
sociales preconcebidos, pero tampoco dejar que los niños vuelvan a un
estado silvestre. El objetivo ideal de la educación sería la «creación
del poder de autocontrol», ya que sin autocontrol, una persona no
puede transformar sus impulsos y deseos en propósitos fijados, en
fines -en-perspectiva, porque para hacerlo  debe pararse y pensar
antes de actuar. En 1915, Dewey había escrito que el entorno escolar
estaba diseñado para servir a estas funciones:  «simplificando y
ordenando los factores de la disposición que se desea desarrollar;
purificando e idealizando las costumbres sociales existentes; creando
un entorno más amplio y mejor equilibrado que aquel que probablemente,
si fueran dejados por sí mismos, habría influido en los
jóvenes» (Dewey, 1954: 22).  Casi un siglo después, podemos ver lo
lejos que estamos de este ideal. «En lugar  de purificar e idealizar
las costumbres sociales existentes, parecemos haber traído cada vez
más problemas del mundo de los adultos al entorno escolar.  No sólo
pensamos en las drogas y en la violencia sino en el hecho de que
muchas escuelas están trabajando bajo constricciones económicas tan
fuertes que resultan afectadas negativamente la enseñanza y el
aprendizaje» (Putnam, 1993: 264). Por otra parte, Dewey proponía que
por la gran complejidad de la vida social moderna era necesario que la
infancia pudiera prolongarse en un período más largo, a fin de que en
este tiempo se pudieran adquirir las herramientas necesarias e
imprescindibles para poder enfrentar con una cierta dosis de éxito a
esta gran complejidad de la vida social. Sobre este particular,
nuestras sociedades arrastran contradicciones internas, pues no sólo
se han alargado los períodos de la vida escolar, en detrimento de la
infantil, ya que  los niños entran al  mundo escolar cada vez más
temprano, sino que también vemos como el período de infancia de
nuestros niños se está haciendo más pequeño en la medida en que muchos
niños se inician en una actividad sexual en una edad en la que todavía
podían considerarse infantes. Lo mismo está pasando en relación con
las drogas, las cuales cada vez se hacen más accesibles y atractivas a
los ojos de nuestros niños, puesto que los que trafican con ellas han
ampliado el campo de acción hacia las escuelas e institutos de
educación media.

Particulamente, en  nuestra experiencia inmediata  y mediata, es común
observar en los hospitales materno-infantiles y en nuestras
maternidades a niñas-madres que cargan a sus hijos en lugar de  sus
muñecas. Esto es, en muchos casos,  una consecuencia de lo que hemos
expresado anteriormente;  nuestros niños están dejando de ser niños
mucho antes de lo ideal, mientras que otros ni siquiera han tenido la
posibilidad de serlo, tal como lo demuestran nuestros altos índices de
deserción escolar, así como también las cifras que contabilizan los
casos de  pequeños y jóvenes que nunca asistieron ni asistirán a la
escuela. Asimismo, en muchas de nuestras escuelas de barrios y del
interior del país, las condiciones de existencia de las mismas son tan
paupérrimas, que compiten en igualdad o menores condiciones con las
aptitudes físicas y mentales de muchos de sus alumnos  –niños
hambrientos, con un alto grado de desnutrición,  harapientos y con una
gran carga de violencia familiar dentro de su entorno. De aquí, que
coincidimos con los Putnam cuando señalan que Dewey se hubiera
mostrado muy triste y compungido  de haber podido comprobar que aún a
principios del siglo XXI,  las concepciones que él desarrolló a
principios del siglo pasado  son «un ideal irrealizado en lugar de un
logro sobre el cual pudiera basarse un mejor enfoque
educativo» (Putnam,  1997: 264).

De lo anterior podemos deducir, que no se puede educar sin enseñar al
mismo tiempo, puesto que una educación que no involucre el aprendizaje
se convierte en algo vacío, sin contenido, lo que podría llevar a una
«rétorica moral-emotiva».   Es por esto que es  menester  tener
presente, que la educación es –tal como lo diría Hannah Arendt– el
punto en el cual tenemos que tomar una decisión sobre si nuestro amor
por la humanidad es lo suficiente para que asumamos una
responsabilidad por ella, para así poder rescatarla de una ruina
segura;  puesto que si no aceptamos el reto de su salvación a través
de la renovación, la cual puede hacerse en la medida en que podamos
preservar lo bueno de lo nuevo que trae cada generación, entonces la
ruina del mundo será algo inevitable. Asimismo, sugiere Arendt, que
«también mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo
bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus
propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de
emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos,  lo bastante
como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo
común» (Arendt: 1996, 208).

Si nos plegamos a estas propuestas de Dewey y de Arendt, estamos
seguros de que podríamos construir un mundo mejor. Si asumimos que la
educación puede ser tomada como una práctica emancipadora sustentada
en el fomento de la solidaridad, del respeto a la dignidad humana, de
la justicia, la equidad, la responsabilidad, el compromiso y la
participación  de  una manera propicia en la cual  los individuos, los
ciudadanos de una comunidad puedan sumarse de una forma más activa a
la vida pública, de modo tal que se conduzca a unas relaciones humanas
mucho más democráticas, estaríamos logrando el sueño de Dewey y
Arendt. Como vemos, tal como lo sugiere  Kohn, siguiendo a Arendt,  la
educación debe verse bajo dos perspectivas: como educación moral y
como educación política, lo que permitiría que el individuo se integre
en la sociedad como un ente que defiende sus derechos, así como
también como un «participante comprometido en la práctica de la
civilidad, es decir, como un verdadero agente del cambio
social» (Kohn:  2000, 112).

De allí entonces que tenemos que tener presente que  la razón, la
experiencia, la tradición, son elementos que nos pueden ayudar a
interpretar al mundo, mucho más de lo que podrían hacerlo los dogmas,
la sinrazón y el fanatismo. Sin embargo, no debemos seguir a la fe
ciega, a las verdades impuestas por la lógica, aunque éstas, por
supuesto, sean más confiables que el dogmatismo y los fanatismos. No
debemos imponer dogmas a nuestras nuevas generaciones; debemos dejar
que ellas los discutan y que ellas mismas decidan si los aceptan o no.
Debemos educar ciudadanos para que sean protagonistas  en la gestión
de una sociedad democrática,  sujetos legisladores con conciencia de
ser legisladores; educar a las personas como individualidades, como si
de ellos fuera a depender nuestro mantenimiento individual; educar
para la reforma, la transformación, para distinguir entre lo que puede
modificarse y lo que podría conservarse; hay que educar para ser
participativos en nuestra sociedad, no como simples espectadores
(aduladores o críticos de nuestros gobernantes)  sino como
transformadores de las cosas que no nos gustan o que no consideramos
justas. La educación no debe ser represiva, puesto  que ello nos
garantiza que nuestros niños y jóvenes puedan ser capaces, en un
futuro, de discutir racionalmente las transformaciones de la sociedad
a la que pertenecen. Tenemos que educar para formar personas capaces
de persuadir y de ser persuadidas.  El «cómo» y el «para qué» deben
ser los objetivos de una educación interesada en convertir al hombre
en un ser auténtico,  no en un hombre robot, en un autómata que sigue
lo impuesto;   si  logramos convencer a nuestros burócratas de parte
de lo dicho anteriormente, creo que  nos podemos seguir permitiéndonos
el soñar con la utopía de un mundo mejor,  resultado de una
transformación profunda de  nuestro sistema educativo.

Bibliografía:

1. Arendt, H. (1996).  «La crisis en la educación» en Entre el pasado
y el futuro.  Barcelona: Península, pp. 185-208.

2. Austin, J. L. (1982).  Cómo hacer cosas con palabras.  Palabras y
Acciones.  Buenos Aires: Paidós.

3. Broccoli, A. (1977).  Ideología y Educación.  México:  Editorial
Nueva Imagen.

4. Bruner, J. (1989).  Acción, pensamiento y lenguaje.  Madrid:
Alianza.

5. Dewey, J. (1916).  Democracy and Education.  Nueva York:
Macmillan.

6. Dewey, J. (1938).  Experience and Education. Illinois: Southern
Illinois University Press.      (1954).  Experiencia  y Educación.
Buenos Aires: Losada.

7. Feyerabend, P. (1993). ¿Por qué no Platón?  Madrid: Tecnos.

8. Gutmann, A. (1987).  Democratic Education.  New Jersey: Princeton
University Press.

9. Habermas, J. (1976).  Communication and the  Evolution of Society.
London: The Chaucer Press.

10. Habermas, J. (1999). Teoría de  la acción comunicativa, Tomo I.
Madrid: Taurus.

11. Kohn, C.  (1999). «La educación como praxis comunicativa:
consideraciones en torno a los fundamentos de la participación
política» en Filosofía, Revista del Postgrado de la Universidad de
Los Andes, Vol. 11, Tomo II, pp. 337-350.

12. Kohn, C. (2000). «La Educación como proyecto político» en Las
paradojas de la democracia liberal. Caracas: ExD, pp.111-138.

13. Putnam, H. y Putnam, R. A. (1997). «La «Lógica» de Dewey:
epistemología como hipótesis» en La herencia del pragmatismo.
Barcelona: Paidós, pp. 215-250.

14. Putnam, H. y Putnam, R. A. (1997). «Educación para la democracia»
en La herencia del pragmatismo.  Barcelona: Paidós, pp. 251-283.

15. Rubio Carracedo, J. (1996). Educación Moral, Postmodernidad y
Democracia.  Madrid: Trota.

16. Strawson, P. (1974). «Yo, mente y cuerpo» en Libertad y
Resentimiento. Barcelona: Paidós.

17. Téllez, M. (Comp.). (2000).  Repensando la educación en nuestros
tiempos. Buenos Aires: Novedades Educativas.

18.Wittgenstein, L. (1988).  Investigaciones Filosóficas. Barcelona:
Crítica-UNAM.

Notas:

* Para la elaboración de este artículo, he tomado algunos pasajes de
mi artículo «La filosofía de la educación: entre lenguaje y
realidad»,  que aparece en el libro Humanismo y Educación:  Seducción
del futuro, compilado por A. Bolívar, C. Manterola, C. Ramos, L.
Sánchez y J. F. Sans (2004), el cual recoge una  selección de las
ponencias presentadas en las VII Jornadas de Investigación de la FHE
de la UCV.

1 Los esposos Putnam sostienen que actualmente nos encontramos en una
situación parecida a la que confrontaba Dewey en 1938, con la
diferencia de que ahora debemos  hablar de multiculturalismo en vez de
educación progresista.

2 Strawson consideraba que una de las características de un «filósofo
realmente grande», es el de cometer un error realmente grande: «es
decir, el de dar forma persuasiva y duradera a una de esas
concepciones erróneas a la  que es propenso el intelecto humano cuando
se ocupa de  una de las categorías últimas del pensamiento». Se
refería a que hoy, más de trescientos años después de la muerte de
Descartes, los filósofos sigan empeñados en ese célebre dualismo
cartesiano, de la separación entre mente y cuerpo (Strawson, 1974:
139).

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